El año que termina resumido en una frase. Vigente por siempre.

Este año será inolvidable para quienes lo hemos vivido con algo de interés en la marcha de la historia. Fuimos sorprendidos por comportamientos colectivos que algunos imaginamos imposibles y que finalmente ocurrieron contra todo pronóstico, y cuyas consecuencias están aún por verse en el tiempo, aunque sean para muchos previsibles.

Claro, no se trata solo del comportamiento electoral en Inglaterra, Colombia o los Estados Unidos, sino en general, de cómo la conducta colectiva parece uniformarse alrededor de postulados promovidos por los modernos medios de información, con el infortunio y rasgo común e inconfundible de la polarización.

Aunque se ha tratado de debates específicos y en sociedades aparentemente diferentes, lo que está realmente en el tapete es la existencia de visiones diferentes de la vida, inducidas en la masa por sus líderes o por los propios miedos.

Se trata, repito, de la visión personal frente a la apertura o no de las fronteras a quienes nacieron en otras tierras y el miedo de convivir con culturas diferentes y consideradas inferiores, de perder el empleo frente a los inmigrantes, de ser víctima de la inseguridad supuestamente causada por ellos.

Se trata de aceptar o no a quienes tienen orientaciones sexuales diversas frente al miedo de contagiar a sus hijos, de que la sociedad sea condenada al infierno, o simplemente de descubrir la propia orientación sexual no aceptada.

Se trata de buscar la grandeza perdida por el miedo a carecer de empleo, no tener un futuro asegurado ni poderlo asegurar a sus hijos, mientras otras naciones antes consideradas inferiores, se enriquecen a costa nuestra.

Se trata de perdonar o no al enemigo frente al miedo de volver a ser atacado por él, de querer venganza y tener que mirarlo a los ojos, de tener que tratarlo como igual.

Nuestra época es muestra de la visión de quienes crecieron en el miedo y educaron así a sus hijos, por haber nacido en la miseria de la postguerra, en la era en que discriminar no lo era, en el mundo de una sola iglesia, donde sólo había hombres, mujeres y enfermos, de una nación poderosa vencedora por las armas. De quienes crecieron bajo el concepto de progreso como esa fuerza que avasalló el planeta para servicio del hombre.

El miedo, repito, frente a la visión de los que nacieron en un mundo conectado y sin barreras de comunicación, donde las diferencias enriquecen, donde se respeta el derecho a buscar la felicidad a cualquier costo bajo el respeto de las diferencias, donde todos contribuyen, donde el planeta es de todos y el ser humano debe avasallarse por la naturaleza.

Visiones que, debe aclararse, no resultan de diferencias generacionales, sino de esquemas mentales diferentes. Es la lucha entre la necesidad de crear una seguridad lógica alrededor y de aventurarse y creer en el futuro. Avanzar a lo desconocido, lo que para pensadores tan influyentes en la espiritualidad es simplemente el amor.

No se trata del amor banalizado por nuestra cultura, sino del concepto real de confianza. De esperanza. De creer. Concepto que no tiene nada de religioso o de romántico, sino que está atado a nuestra forma de vivir y es la más grande realidad: si creemos, podemos ser mejores. Y será mejor nuestra sociedad.

Y no es mentira: lo demuestra el hecho de que en algunas de las naciones más desarrolladas, no las más ricas sino en las que hay verdadero desarrollo humano, una de sus más importantes fortalezas es la capacidad que tienen sus ciudadanos de creer en los demás. De la confianza surge la riqueza.

Si bien podríamos decir que los optimistas fueron finalmente los derrotados este año, a diferencia de épocas anteriores en que sólo había matices de la llamada visión conservadora del mundo, hoy es claro que muchos piensan diferente y no dejarán de hacerlo.

El mundo podrá ahora probar si estaba o no equivocado cuando se vean las consecuencias de esos hechos que hoy nos parecen sorprendentes.

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